Casi siempre me
da igual lo que quiera decir un poeta. Leo sus palabras y, si me turban, si me
agarran del cuello como se aferraría un ahorcado a su soga, las hago mías y las
doto del sentido que yo quiero o que necesitan para mí. ¿Decís que el poeta hablaba
de la lucha de clases en aquel poema? Para mí hablaba de amor. ¿Que es la
soledad como condena el tema de aquel otro? Para mi su tema era el perdón. Así
entiendo la poesía, una conversación entre poeta y autor en la que ninguno
presta atención al otro pero aún así todo tiene sentido. Y da igual lo que diga
el crítico. Un poema dice lo que quiere el lector que diga.
Para mí, Luis
Vea, que presenta un complejo, rico y perturbador poemario en esta tarde de
primavera inquieta, habla del anhelo de libertad del ser humano; del pasado
personal como manera de estar en el mundo; de la vanidad de todas las cosas,
que son perdurables como las huellas que borra la marea; de la búsqueda de uno
mismo, de nuestra esencia.
En mi lectura el
poeta se transubstancia en el Juan Ramón más reflexivo, capaz del romanticismo
más arrebatado (“en tus pupilas veo naufragar al océano) como del misticismo
solidario en los desheredados (“declaro desierta la infancia”). El poeta
comprende el mar antitéticamente a como lo hacía nuestro querido Manrique: si
para éste es el final del trayecto, para el poeta de Petroglifos, el mar es el “líquido
materno” al que se encamina en una suerte de homérico caminar entre los
vestigios de un pasado que no se volverá a recuperar y un futuro incierto y no
imaginado. Para ello utiliza versos que ojalá hubiera escrito yo:
“Intento calmar
la locura
pero adolezco de
puentes
desde donde
suicidarme”
Y utiliza,
también, imágenes que, en su pretensión plàstica, evocan un mundo de formas
nuevas en el que el hombre, como en el Génesis, da nombre a todo por primera
vez, incluso al acto de nombrar, y lo inscribe en piedra con su propia mano,
piedra que fosilizará su historia para que nunca la olvide.
La vida es una
continua despedida; de nuestros “amores varados”, como dice el poeta, o de
nuestra inocencia (“declaro desierta la infancia”, se me repiete como un eco de
desolación). Pero existe la esperanza. A través de las “islas a la deriva” que
escribió Hemingway que éramos en su novela póstuma, podemos encontrar el mar, y
nuestros pies cansados de la piedra y la ceniza podrán refrescarse.
Petroglifos me
ha removido por dentro y, como todo buen libro, me descubre cosas en cada
lectura. Ahora sólo queda continuar el viaje, como dice Luis Vea, continuar y “zarpar
hacia el mar”.
Rubén Romero
Sánchez